Seguimos nuestro resumen
de Auto de fe. Primera parte. Una cabeza sin
mundo. Capítulo El mejillón (4).
El capítulo se inicia
con la boda. Una boda acorde con los espíritus tristes de los contrayentes.
Intimidad. Los testigos también están a la altura del acontecimiento. Un mozo
de cuerda y un “alegre remendón”. Éste se llama Hubert Berendinger, era
aficionado a las bodas, aunque él no tuviera intención de casarse jamás.
En el registro civil se
hizo las formalidades oficiales. Kein miraba las actas en lugar de la novia. El
sí de Kein parecía cualquier cosa, menos el sí de unos apasionados amantes.
Hubert estaba decepcionado por la falta de boato. Aquello no era una auténtica
boda. Kein no besaba a la novia ¿a qué esperaba? ¿tal vez a la noche?
Hubert se despide de la “feliz
pareja” dando un abrazo a Teresa y tocando de paso sus pechos. El día de su
boda era como cualquier otro día, ¿por qué debía ser diferente? –pensaba Kein-.
Tomaron el tranvía, Kein piensa al instante que debería haber dejado a Teresa
subir primero. Kein pago los billetes y el cobrador entregó los billetes a
Teresa.
El tranvía se fue
llenando de viajeros. Se sentó una mujer delante de Kein con cuatro niños
pequeños y ruidosos.
Kein piensa en su
hermano Georg. Un profesional de éxito, ginecó-logo en París, que Kein consideraba un traidor por
no haber estudiado psiquiatría. Llevaban ocho años en los que no intercambiaban
cartas, debido, según Kein, a la volubilidad de Georg.
Pensaba que con su
matrimonio, sería una buena excusa para reanudar su relación y pedirle consejo.
“¿Cómo había que tratar a esa criatura tímida y reservada?” (pág.58)
Teresa dice “los niños
los últimos”. Kein se lanza a sus propias cavilaciones. “Nunca había pensado en
tener hijos” (pág.59) Tener hijos supone lo innombrable ¿Conoce Teresa estos
asuntos? ¡Caute!
En medio de tales
cavilaciones, la madre de los cuatro niños se levanta y le dice a Teresa “¡Qué
suerte la suya, que aún sigue soltera”! (pág.60). Teresa queda petrificada y
dolida. Los pasajeros quedaron expectantes, un muro de silencios cómplices
acompañó esas palabras que parecían un ultraje. La causa de todo era que “el
mundo estaba contaminado de amor a los niños” (pág.61). Los Kein, por fin,
pudieron bajar del infernal tranvía, no antes de tener que escuchar “Lo mejor
que tiene es esa falda”.” Un auténtico baluarte”. “¡Pobre hombre!”. “Risotada
general” (pág.61). Kein dirige su mirada
a Teresa. “Esa falsa era parte de ella como la concha lo es del mejillón”
(pág.61)
¡Tendrá Kein que
quitarle el mejillón! Subir las escaleras hasta su baluarte, pero hoy todo era
dificultoso. Aparece el pequeño Metzger que acusa a Teresa de no dejarlo entrar
en casa de Kein, y diciéndole lo que su madre le había dicho: “-Sí, mi madre
dice que no debería insolentarse, que es solo una criada” (pág.63)
Kein pierde los estribos
y zarandea al pequeño y acaba abofeteándolo. El pequeño sale volando y acaba
aferrándose en la falda de Teresa.
Kein intenta abrir pero
no encuentra las llaves, definitivamente, hoy todo sale mal. Teresa acaba
abriendo. Entran en el piso y Teresa abre el dormitorio de Kein y anuncia un
ominoso “Enseguida vuelvo”. Kein está sólo. Evita mirar el diván, lo mejor es
entrar en la biblioteca. Kein, piensa, ¿qué debo hacer? ¡lo que debe hacerse! Pero
¿dónde hacerlo? El lugar natural parece el diván. Kein está aturdido, imaginar
un mejillón gigante en el diván. Borra esas imágenes absurdas, y empieza a
surgir una idea genial, cubrir el diván de libros. “No elige obras mediocres
por no ofender a su mujer” (pág.66)
“-¡Ya estoy aquí!”
(pág.67). ¡Se ha quitado la falda-mejillón! ¡Envuelta en enaguas!, lleva la
blusa puesta. Teresa se dirige al diván y con brazo barre todos los libros al
suelo.
Teresa se quita las
enaguas, las deja encima de los libros. “¡Ya está”! El problema es que Kein
no está, acaba de huir al lavabo, el
único espacio en el que no hay libros. Sentado en el retrete, llora.