Y entonces, cuando acabé con la superficie de mi cuerpo, pasé al interior. Me tatué los hemisferios cerebrales, la médula espinal y los nervios craneales, numerándolos como si fueran láminas de anatomía. Me tatué los pulmones, el corazón, el diafragma, los riñones, cubriéndolos con ciudades desconocidas, telescopios, insectos y sistemas solares. (...) Grabé en mis huesos frases del Corán, del Kebra Nagast y de las Escrituras. Me tatué la tráquea con el gran cuadro de Altdorfer, Caligrafié en la vejiga galaxias unidas por nubes de materia oscura.
Y cuando acabé, cuando mi escritura menuda, fantástica, llenó mi cuerpo con las más hermosa historia del mundo, contada por un millón de bocas al mismo tiempo, no caí presa de la melancolía, pues supe de repente que, al igual que el mundo insondable que me rodea, al igual que mi cuerpo, que lo refleja como una gota de rocío, el arte del tatuaje es infinito.
Me dirigí pues a la frontera entre el cuerpo y el espíritu, la atravesé con mi instrumento de tortura en la mano y empecé a tatuarme sabiendo que no agotaría jamás, incluso aunque rasguñase eternamente, la infinita e infinitamente estratificada e infinitamente gloriosa, e infinitamente demente, ciudadela de mi mente*."